Como hilos de agua que regresan a la tierra, así han empezado a desparramarse de nuevo por la isla los cubanos que regresan a encontrase con sus familiares. Las absurdas prohibiciones del gobierno de George W. Bush han pasado a la historia, pero queda el amargo sabor del tiempo perdido, y en algunos casos, lo que es aún peor: la decisión de la administración de Barack Obama ha llegado demasiado tarde. A las lágrimas de alegría del reencuentro se unirán también otras de dolor irremediable para los que vuelven pero ya no encontrarán a quienes debieron esperarlos. Esos vacíos, esos fantasmas, esas sombras, ¿perseguirán a aquel puñado de trasnochados neoconservadores del gobierno anterior que se atrevieron a excluir a primos y tíos de las familias cubanas, y que no se conmovieron ni cuando un veterano de guerra condecorado solicitó la gracia de visitar a su padre moribundo en la isla? ¿Y serán capaces de borrar la sonrisa demagógica del rostro de quienes, cegados por el odio hacia un sistema político, fueron y siguen siendo capaces de promover barreras antinaturales entre cubanos?
La manera en que se implementaron las nefastas prohibiciones que hoy se levantan, y el entramado de persecuciones delirantes que se desató para hacerlas cumplir, se revela en toda su irracionalidad si recordamos que las autoridades federales tuvieron que destinar, proporcionalmente, más fondos y funcionarios a perseguir a los indóciles viajeros que siempre encontraban el caminito para volver a la casa natal y abrazar a los suyos en Ciego de Ávila, Bauta o Cabaiguán, que los destinados a evitar que los terroristas introdujeran en territorio estadounidense artefactos para hacer daño a sus ciudadanos. Es cierto que no es nueva la situación que se crea tras la implementación de las decisiones del presidente Obama. Las administraciones de Carter y Clinton, por mencionar dos casos anteriores, incluso las de Reagan o Bush Sr., permitieron o toleraron estos intercambios familiares. En aquellos años, no era extraño que artistas, deportistas, académicos y políticos de ambos países viajasen en una u otra dirección.
Lo que se ha venido abajo, permitiendo el regreso de tantos encuentros postergados, trayendo consigo una promesa de retorno a la racionalidad civilizada, ha sido el último intento por fomentar tensiones y usar a las familias como armas arrojadizas para herir al enemigo político.
Pero como suele enseñarnos la historia, lo humano salta y vence, impone al final las leyes del abrazo por encima de las de la confrontación estéril. Nada es capaz de represar para siempre el flujo natural de los afectos, nadie es tan poderoso como para impedir que dos hermanos se quieran y se busquen, o que una madre o una abuela renieguen de sus hijos o nietos. Es, a fin de cuentas, lo que ha triunfado aquí, lo que se ve, gozoso, cuando quienes llegan se funden, llorando, riendo, bromeando, con quienes los esperan en los aeropuertos de la isla. ¡Cuántos alegatos sin palabras, cuántos manifiestos podrían sacarse con la sola exhibición de estas imágenes! Y son diarias, y se repiten por toda la geografía nacional: es esto, exactamente, lo que significa volver.
La urgencia del tema se refleja en “La Anunciación”, la última película del director Enrique Pineda Barnet, el mismo que nos regalase, hace ya veinte años, aquella entrañable “Bella de la Alhambra”. Para este agudo conocedor del alma nacional, el tema de la reunificación familiar es, hoy por hoy, un aldabonazo no suficientemente escuchado, una asignatura pendiente que está más allá de la política y la ideología, y que exige un acercamiento racional y humano, precisamente el que no podía darle una administración como la de George W. Bush. Siendo, como es, un tema entre cubanos, deberá resolverse pulsando la opinión de los cubanos y no olvidando que la nación y sus raíces, gústele o no a algunos, siempre ha estado y sigue estando aquí, a noventa millas de las costas de la Florida.
Los motivos del regreso son tan variados, como variados han sido los destinos de los que arriban. Unos lo hacen para reencontrase con familiares y amigos, y descubren que la casa natal no era tan grande como la recordaban, que la calle donde nació ha cambiado, que han muerto los vecinos de al lado, o que se han marchitado y retoñados los árboles del parque donde jugaba de niño, pero que a su vida actual, quizás más acomodada materialmente, le hacía falta este retorno a sus pagos. Otros regresan para mostrar lo adquirido, para enseñar los símbolos de lo que se han ganado con su trabajo o su astucia. Estos suelen ser rumbosos, llegan cargados de regalos, fotografías de autos, casas y piscinas, y se marchan después de tomar más fotografías, y rodar por cafeterías, bares y restaurantes acompañados por una infaltable corte de admiradores. No faltan los que lo hacen para atenderse enfermedades y dolencias en los hospitales de la isla, esos mismos que hacen derroche de creatividad para atender dignamente a sus pacientes, a pesar de la saña homicida de un bloqueo que ni los cambios prometidos por Obama ha logrado aún eliminar. Y tampoco los que van en callada peregrinación al Rincón o la Ermita de la Virgen de la Caridad del Cobre a pagar las promesas hechas en medio de la incertidumbre o los peligros, de la nostalgia y los recuerdos, que son las compañeras inseparables de todo emigrante.
Tampoco son de una sola pieza los que los que aquí los reciben. Algunos viajan durante horas para esperar la llegada de los vuelos, armando el campamento del clan familiar con sus tiendas desplegadas por los alrededores de los aeropuertos y exhibiendo al familiar recién llegado como si se tratase de un trofeo. Otros no hablan, apenas se abrazan llorando y se acarician, fundidos en una comunión que dice tanto de la distancia y los desgarramientos que, a fuerza de pudor, no se expresa con palabras. Los hay que jamás pisarán el interior de una iglesia, y es su derecho, y esperarán en la puerta hasta que su ser querido ponga al día los asuntos divinos. Y también los que ya pueden entender la razón de aquella partida, pero que no se arrepienten de haber permanecido aquí, desafiando estrecheces y peligros. Y son los que han cuidado del panteón familiar, ese sitio donde descansan los manes de la tribu, los muertos sagrados que dan sentido a las biografías personales y colectivas.
Da gusto ver a quienes llegan con sus hijos o nietos. Es cierto que puede que no hallen en las tiendas todas los surtidos habituales a que están acostumbrados, que falte iluminación en las calles, o que la efusividad de abuelas y tías pueda llegar a chocar a quienes crecieron en medio de culturas más contenidas y distantes, pero el solo esfuerzo de que se reencuentren con las raíces de sus mayores, es un acto hermoso. Porque como dice un personaje de la película “El Benny”, …“para eso de echar de menos, busque usted a los cubanos”. Y también para no cejar en la perpetuación de lo que nos distingue como pueblo, en ese tenaz cultivo de nuestra cultura y nuestros hábitos, en esa resistencia a diluirnos en la corriente de otras culturas que nos permite ser inmediatamente reconocidos como cubanos en medio de cualquier muchedumbre de Sidney, Chicago, Amsterdam o Barcelona.
Es cierto que las visitas familiares pueden también incluir una buena dosis de discusiones y tensiones. No podría ser de otra manera: así ha sido nuestra vida nacional en este último medio siglo, y las familias no pueden menos que reflejarlo. Discutir es uno de los más acendrados atributos de la cubanidad, y se puede discutir sobre cualquier tema con respeto y argumentos. No hay que temer a la confrontación de ideas, hay que temer a los silencios.
Y como suele ocurrir, mientras los académicos discuten, y los adivinos escrutan el futuro, la vida es eso que les pasa por al lado, lo que avanza sin saber que lo hace, lo que sigue sin cuidarse de las etiquetas y los análisis profundos y alambicados, lo que reverdece en medio de la más cruda helada y persiste en sus retoños, hasta que llega el deshielo.
Mientras, con esa tozudez tan cubana, siguen desparramándose por los cuatro rincones de la isla los cubanos que regresan a encontrarse con sus familiares y consigo mismo. Los aviones siguen aterrizando, los abrazos siguen dándose. La nación no se debilita con ello, pero si lo hacen los que un día osaron prohibir este reencuentro, los que apostaron por el aislamiento de Cuba, porque fuese borrada del mapa y de los afectos.
Un acto de reafirmación personal y colectivo: todo eso significa volver. Y cada día son más los que regresan.
Eliades Acosta Matos, escritor cubano, doctor en filosofía.
sábado, 20 de junio de 2009
Reencuentro Familiar
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